Al llegar el capítulo ocho, Virtualio debía desaparecer; no obstante, su esencia imaginaria lo dificultaba. El autor afrontaba un problema de coherencia: si el personaje era irreal, no podría suprimirlo, pues nunca había existido.
¿Cómo arreglarlo? Sencillo, invirtió los términos.
Durante las páginas siguientes, lo verdadero empezó a no serlo. Lo ficticio se materializaba y Virtualio adquiría poco a poco dimensiones medibles. Se palpó hombros, cabeza, nariz: todo sólido. Gracias, jefe, pensó, eufórico.
Cuando más disfrutaba, el relato le obligó a sortear el «Paso de la Perplejidad», ahora muy cierto, resbaló, y acabó el capítulo siete. Vaya tropezón más predestinado.
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