
De los obsequios que los sabios del este ofrecieron a Jesús, la mirra es, seguro, el menos conocido. Los incontables usos de esa resina endurecida la convertían en algo mucho más precioso que los otros dos presentes: proteger la salud, como desinfectante, medicina o perfume; conservar los cuerpos difuntos, embalsamados, o, incluso, anestesiar y narcotizar —Cristo rechazó vino con mirra en el Gólgota, según Mateo. En tiempos carentes de índices bursátiles, era un oloroso signo de opulencia que con los siglos cedió terreno a energéticos y contaminantes fósiles, también orientales. Seduce la idea de un progreso impulsado por perfumes caros.
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